Llega un punto en el que toda persona debe decidir si cortarse las venas o dejárselas crecer. Llega un momento en que la vida aprieta y también ahoga. Es el momento de elegir qué puerta abrir y qué espejo cruzar, dejando atrás todas las opciones alternativas, cortando los cabos. Sí, nuestra historia se escribe a golpe de navaja...



viernes, 9 de septiembre de 2011

Lo fácil que resulta perder

«Hay quien apuesta fuerte y decide quererte sabiendo lo fácil que resulta perderte».

Noche turbia, sabor agridulce. Los pasos previos hacia una clase de sexo más instintivo que lógico, dados demasiado rápido, demasiado superficialmente, una abrumadora falta de solidez mientras hundo mis manos en tu ropa interior preguntándome cómo irá esta vez, este primer momento pretendidamente mágico cuatro horas y tres copas después de conocernos. Sin pasión, sin sudor, sin obscenidad. Sin el delirio al que prometió llevarme la suavidad cálida de nuestro primer beso. Demasiado aséptico, clínico, farmacéutico, ni siquiera con la candorosa inocencia que podía esperar de alguien como tú.

Demasiada inseguridad, una montaña de dudas y titubeos, un abismo en el que juego a hacerme el fuerte mientras me doy cuenta de que ni siquiera es lo que te gusta. Un abismo en el que interpreto mil papeles erróneos sabiendo amargamente que estoy equivocado en todos. Sabiendo que no soy nadie. Sabiendo que no pinto nada en tu vida, que esta noche podrías haberlo sido todo para mí, pero que soy un bache, un accidente, un amante frígido, un cuerpo sin explicación aparente a tu lado, sin que ninguno de los dos podamos dar razón de lo que estamos haciendo. No estamos jugando; directamente, estamos perdiendo.



El cigarrillo de después. Sonrisas forzadas. Ideas estúpidas estrellándose contra la realidad. «Has sido una bonita piedra en el camino, pero prefiero no volver a tropezar contigo». Yo huelo a ti. Y las preguntas de siempre. Para qué. Hacia qué. Por qué.

domingo, 19 de junio de 2011

Rosa entre bastidores (I)

Ella era actriz de teatro. Era muchas cosas en realidad, era una chica apenas salida de la adolescencia en cuyos ojos brillaba una fuerza y una seguridad en sí misma que sólo podía haber adquirido sobre el escenario, era bohemia y apasionada, era el tipo de mujer que sólo parece admitir un tipo de hombre. El tipo de hombre que, desde luego, no era yo.



Nos conocimos, amarga paradoja, por equivocación. Por una equivocación mía. Nos habíamos presentado al mismo casting, nos habían dado papeles en el mismo rodaje. Para mí, actuar era una diversión, mi pasión oculta reprimida día a día entre las pilas de libros de Derecho Empresarial, Historia Financiera o Contabilidad General y Analítica que conformaban mi rutina, mi carrera, mi brillante futuro como economista. En el seno de una familia con escasos recursos y poco proclive a delirios escénicos, haber siquiera planteado la posibilidad de estudiar Arte Dramático habría sido tan escandalosamente inútil como pretender legalizar oficiosamente la masturbación en un seminario. Así que me conformaba con imaginar. Un día, sin embargo, se me ofreció la oportunidad: un mediometraje, práctica final de carrera de los estudiantes de Comunicación Audiovisual. Se convocaba el casting para buscar actores. Me tomé una copa antes de presentarme, y, según la crítica del equipo artístico, lo hice jodidamente bien. Estaba en el rodaje, y tenía el papel protagonista y un guión brillante. Aunque tuviera que hacerlo furtivamente, a costa de perder mis propias clases.

Era el primer día de rodaje. Llegué a la facultad de Comunicación Audiovisual, avancé por un pasillo desierto en busca del plató según las inidicaciones que me habían sido dadas. De repente, ella estaba allí. Ella era más joven que yo, saltaba a la vista. Dieciocho años y la Lolita de Nabokov como el primer personaje a recordar al verla. Rasgos perfectos, aniñados pero agresivos; la incalificablemente seductora mezcla de inocencia y sensualidad. Un cuerpo de muñequita de porcelana bajo el que se adivinaba latir una fuerza rabiosa. Se estaba cambiando de ropa, con una naturalidad que hacía impensable la palabra "impúdica", en medio del pasillo. Su vestuario en la obra era ceñido y escaso. A modo de saludo, jugué a acertar, con una sonrisa pretendidamente interesante, cuál de todos los papeles del guión era el suyo. Me equivoqué. Nos conocimos, amarga paradoja, por equivocación.

Durante la semana que pasamos conviviendo en aquel plató claustrofóbico, yo fui actor, y lo conseguí. Línea a línea, gesto a gesto, mi intepretación protagonista de un déspota cínico y ambicioso crecía, tomaba impulso y se dejaba llevar. Me metía en mi alter ego, pensaba como él, era él, sacaba adelante mis intervenciones en la primera toma, y la rumorología que siempre infecta cualquier equipo numeroso de personas encerradas entre cuatro paredes me hacía llegar que los realizadores estaban muy orgullosos de mi trabajo. Mi carta era saber aprovechar un papel de lucimiento. Pero la de ella era, simplemente, saber actuar. Ella era actriz de teatro, por encima de cualquier otra cosa. Mis inspirados palos de ciego accionaban los resortes del éxito, pero ella ya los tenía accionados de antemano, porque ella en sí era la clave, porque sabía hablar y moverse e impartir una lección de interpretación con cada gesto, cada mirada, cada palabra.

En algún descanso, durante algún cigarrillo colectivo, ella elogió pública y directamente mi trabajo. "Lo haces genial, en serio, le estás encantando a todo el mundo". Yo fui incapaz de decir nada. Cualquier piropo torpe al que yo hubiera podido dar forma sonaba ridículo ante esa sinceridad y transparencia que revelaban la inexistencia de cualquier sentimiento más allá de la mutua admiración artística... por desgracia para mí.

Una tarde gélida, al final del rodaje, la invité a un cigarrillo. Mientras nos cambiábamos de ropa en cualquier parte, escuché cómo se quejaba en voz alta de su falta y necesidad de tabaco. Bromeaba sobre lo dura que era la vida para alguien que no llevaba encima ni cigarrillos ni dinero a punto de salir corriendo hacia la Escuela de Teatro, y sus protestas eran hipnóticamente encantadoras, y su sonrisa indulgente tenía algo de dulce veneno... Pensé que todos los hombres de la habitación éramos condenadamente idiotas cuando nos ofrecimos a la vez a aprovisionarla de cigarros, a comprarle paquetes o traerle una jodida planta de cualquier república centroamericana para que pudiera recolectar tabaco en su propio jardín si ese era su deseo. Y, como en la más romántica novela del siglo XIX, el destino jugó a mi favor: yo era el único que podía marcharse ya del rodaje, como ella, y reafirmé mi candidatura inventando que tenía cosas que hacer cerca de su Escuela de Teatro. La invité al cigarrillo. Apenas habíamos empezado a fumar, apareció un chico, ligeramente más alto que yo, con rastas en el pelo y pantalones de rayas. Ella pegó un salto hacia sus brazos, reían, hablaban... Yo fumaba en silencio, a su lado. El rastafari tenía coche. No hacía falta, pues, que yo la acompañase hasta la Escuela de Teatro. Me quedé en la puerta, con las manos heladas, tiritando mientras los veía alejarse...


El rodaje terminó. Nos despedimos con dos fuertes besos. El equipo artístico prometió reunirnos para celebrar una première. Salí del plató, tras rodar mi última escena, entre los aplausos de todos. El protagonista había cumplido su misión.

No supe de ella durante meses. Ni siquiera un encuentro casual. Yo seguía su vida por redes sociales, sin atreverme nunca a escribir unas palabras tontas. Las semanas pasaban, la vida seguía. Ella vivía en el cajón de los recuerdos platónicos no consumados. Hasta que, por fin, fuimos convocados para la gran fiesta del estreno...

Puede que la culpa de todo fuera del alcohol. Aquella noche, bebimos de más. Por entonces, mi pareja circunstancial era una chica guapa, más provocadora que provocativa, mala y con novio. Pero carecía de la fuerza de ella. Esa noche, en el piso de estudiantes donde bebíamos sin moderación ninguna, mientras mi amante bromeaba y coqueteaba y se ganaba a todos los componentes del equipo artístico que se habían reunido allí, yo sonreía ausente y miraba el reloj nervioso, esperando que sonara el timbre, esperando verla aparecer. Llegó tarde, alegre, desenfadada, se descalzó sin pedir la aprobación de nadie, se tumbó en el sofá con las piernas en alto, se encendió un cigarrillo y, apartando su larga melena de la cara con un gesto, sonrió. Y de repente, todos volvíamos a estar pendientes de ella, de lo que hacía, de lo que decía; mi amante pasó a un segundo plano. Ella era capaz de neutralizarlo todo. Ella llenaba el plató, llenaba el escenario, llenaba el piso. Porque ella, ante todo, era actriz; y una actriz sabe hacer esas cosas.

Puede que la culpa de todo fuera del alcohol. Bebíamos, hablábamos, los temas correctos dieron paso a los incorrectos, al habitual rosario de confiencias, intimidades y exaltación de la amistad que acompaña a las intoxicaciones etílicas. Yo la devoraba con los ojos. Mi amante empezaba a revolverse, nerviosa, inquieta sin saber exactamente por qué. Abandonamos el edificio llevándonos un par de botellas con nosotros, gritando a los vecinos, puede que hasta destrozando mobiliario urbano; deplorable imagen de la juventud borracha. Nos perdíamos y reencontrábamos. Yo no la perdía a ella de vista, y fumaba en silencio mientras la veía alternar con unos y otros, hablar de actores y directores locales, referirse a fiestas y eventos del mundillo, sonreír a unos, sonreír a otros. Cada vez faltaba menos para que rayase el alba...

La culpa, finalmente, fue del alcohol. Nuestros ojos despedían chispas ebrias cuando mi mirada se cruzó con la de ella en un bar abarrotado y agobiante. Otra vez ese gesto, mientras se apartaba la melena de la cara. Miré de reojo. Desenfocada, veía a mi amante pidiéndose una copa en la barra con uno de los actores secundarios, charlando animadamente. Volví a mirarla a ella, y de repente estaba más cerca. Una discreta oleada de su perfume, ni muy caro ni muy barato, combinada con tabaco. Una mirada tan turbia como la mía. Sus labios acercándose a mi oreja, y diciéndome sin artificios pero sin opción a resistirse: "Es una pena tener que pedirse una copa teniendo yo una botella en el bolso y el bar un baño...". No había un sentido oculto detrás de sus palabras; ella simplemente quería encerrarse conmigo en el baño para beber sin pagar. Pero me lo estaba diciendo ella. Y, por definición, no podía negarme. La música trance martilleaba mi inconsciente conciencia, empujándonos con sus bajos progresivos escaleras arriba, hasta vernos cara a cara, encerrados en el aseo de mujeres. Hablamos. Hablamos mucho. Bebimos. Fumamos. Hablábamos, y sus ojos...

"No eres para nada como pensaba", susurró ella. La luz del baño volvió a apagarse. La música hacía retumbar la puerta. Encendí la luz. Habíamos llenado el servicio de humo. Sus ojos brillaban al otro lado de las volutas grisáceas. Nuestras piernas se enredaban sobre el retrete. "Pensaba que eras como tu personaje, un tío súper serio...". Suspiró. "... Un chulo prepotente", murmuró entre dientes, y supe que ni siquiera estaba hablando de mí. Le levanté la cabeza. Ella me sostuvo la mirada. "Dame un beso", le dije. Acerqué mi boca, noté sus labios, y de repente su lengua y la mía se aparearon, se fundieron a humedad cálida, mientras mis brazos empotraban su cuerpo contra la pared y mi boca mordía la suya, cada vez más fuerte, cada vez más adentro...



No volvimos a vernos.

Salimos de aquel cuarto de baño una hora después de haber entrado. El bar ya estaba cerrado. Los amigos de ella la reclamaban. Mi amante me había escrito varios mensajes insultándome, despechada. No entendíamos muy bien lo que había pasado... al menos, yo. Bajamos las escaleras del baño en silencio. A la salida del bar, la multitud, sus amigos y mis conocidos hicieron el resto. La perdí sin apenas poder despedirme de ella.

No volvimos a vernos. Le escribí un mensaje corto e intrascendente al que no respondió. No me atreví a volver a intentarlo. Porque ella era actriz de teatro. El tipo de mujer que sólo admite un tipo de hombres. Y estaba claro... estaba claro que ese tipo no era yo.

miércoles, 15 de junio de 2011

Ser un chico bueno


Hoy la noche es insomne, pegajosamente cálida, chorreante de pesadillas y jaqueca. Me duele la garganta seca, pero enciendo otro cigarrillo. A pesar de mi impenitente adicción al tabaco, en este instante concreto ni siquiera me gusta cómo sabe. Puaj.

Estoy cansado. Estoy harto. Estoy nervioso. Estoy muy preocupado. Estoy reventado.

¿Y qué esperaba? ¿Que empezar de cero fuera tan fácil? ¿Que volver a la vida aceptable manteniendo un nivel estándar de reservas morales, políticas y de cualquier otra clase iba a ser instantáneo? Por favor... Vivo en la ciudad del hielo donde nadie tiene amigos pero todo se sabe, y ostento el tantas veces tomado en vano título de "chico con pasado". Y no. No es divertido. Para contar a tus amigos íntimos en una noche de borrachera tiempo después puede ser hasta gracioso, pero para vivir día a día con una lista de nombres, personas, recuerdos, heridas y sus consiguientes cicatrices, chantajes y lugares vetados, resulta, como poco, incómodo.

¡Pero me he reinsertado en la sociedad decente para los parámetros de un estudiante universitario sin pretensiones de envejecer en el intento! Sí, estoy reinsertado, jodidamente reinsertado. Y cuando mis amigos me preguntan como si fuera un tabú si he vuelto a esnifar cocaína, por un momento, me imagino compartiendo ¿celda? en la clínica de desintoxicación con Amy Winehouse. Que la eche de menos -no, no estaba hablando de Amy ahora...- no implica necesariamente nada. Además, para cambiar de tema basta con compensar los escándalos de la nariz con los del corazón, eufemismo que sustituye a la parte de mi cuerpo que realmente tuvo trabajo durante esta época. Cuando existen fotos tuyas quitándote la ropa al ritmo de la música sobre la tarima luminosa de un bar de ambiente en el que llegaste a ser bastante conocido y en el que demasiadas personas pueden contar demasiadas historias protagonizadas por ti de las que llevan el Parental Advisory: Explicit Content en la portada... el sabor de boca que queda, y no pretendo hacer retruécanos obscenos, es más agrio que dulce. Claro que las malas compañías causan estragos, ya me lo decía mi abuelita: hace relativamente poco, una chica cuya lengua y la mía jugaban a papás y mamás muy a menudo hace un año largo ha dado a luz a una pequeña y sonrosada criatura, y otra muchacha de la cual, lengua incluída, podríamos hacer apreciaciones similares luce un radiante embarazo -ninguna semilla germinadora es mía, gracias al Cielo y a Durex, o a la abstinencia en su defecto-. Oh, sí, le concedo una entrevista exclusiva que sirva de ejemplo a todos los jovencitos descarriados que no rezan sus oraciones antes de irse a dormir: he vuelto de todo, he vuelto del turbio mundo de las drogas, he vuelto del turbio mundo de la prostitución callejera y del tráfico de armas y de riñones y de diamantes de sangre y de caza indiscriminada de pingüinos. ¡Queda tan bohemio eso de haber vivido al límite...!

Pero la realidad es otra.

La realidad es que vuelvo de mi descenso a los infiernos directamente a pagar las consecuencias. Crisis económica en la familia, divergencia de opiniones, un futuro que pende de un hilo y que soy muy educado al calificar únicamente de "jodido". Catástrofe estudiantil, época de exámenes más borracho que sobrio, colección privada de suspensos para colgar en mis paredes y recordarme con números rojos y grandes lo gilipollas que he sido. No, no ha sido precisamente ver la luz y el calor al final del túnel. Pero me consuela pensar que, por lo menos, avanzo. E intuyo que la dirección es la buena. Aunque en cada cruce tenga que arriesgarme a que me atropelle cualquier coche vuelto rabiosamente de mi enajenación mental transitoria de los meses pasados...

Oh, sí, hoy me he sentido muy solo, he revisado mi lista de llamadas perdidas, he marcado el número de una persona para la que el adjetivo "amiga" sustituye el muy complicado epíteto "encuentro sexual de una noche salvaje con un par de conversaciones cibernéticas aceptables". Se supone que en nuestra noche de lujuria debajo de un puente me porté como una puta fiera salvaje, y eso le gustó. De hecho, en su día insistió bastante en volvernos a ver, aunque entre unas cosas y otras fue imposible. Yo hoy sólo quiero pasear un poco y despejarme, nada más. Me ha llamado dos días atrás, así que pruebo suerte.

-Hola... Me llamaste el otro día, ¿verdad?
-Sí, me apetecía follar contigo. Pero como no cogiste, me follé a otro. Una pena...
-Esto... sí, claro, una pena. Oye, ¿quieres que demos una vuelta? Sólo para fumar un cigarrillo y hablar, es que esta tarde yo...
-... Ya hablaremos, nene, ya se verá cuándo quedamos, cuando saque tiempo.
-... necesitaba charlar con al...
Bip. Bip. Bip. Bip.

Perdón. Perdón por no haber cogido el teléfono. Perdón por no haber follado. Perdón por querer dar una vuelta. Perdón por querer fumar un cigarrillo. Perdón por querer hablar. Perdón por llamarte. Perdón por conocerte. Perdón. Por. Existir.

El segundo cigarrillo de los últimos quince minutos se consume en mi mano. Puaj. Esta noche, ni siquiera me gusta cómo sabe. Pero, al menos no me pide conversación, me atraca y destruye pero no me miente. Marlboro, Marlboro, yo te quiero, yo te adoro. Escucho una canción triste durante las últimas caladas y pienso que lo de ser un chico bueno no va a ser tan sencillo como, en algún momento, creí ingenuamente...

Todo final es un principio

Si se representa gráficamente una función en ejes cartesianos, el punto de inflexión es aquel punto a partir del cual la función cambia su dirección: el punto exacto en el que deja de crecer y pasa a decrecer, o viceversa.

He llegado a ese punto. Es imposible bailar en el filo de la navaja y no rajarse la planta de los pies. Cuando se lleva una vida tan acelerada como errática, cuando conocemos anticipadamente el destino de nuestras acciones porque forzosamente tienen que llevar al desastre, el cuerpo y la mente obligan a un instante de descanso. Te preguntas si quieres o puedes seguir así. Y la solución más inteligente es reinventarse.

He sido muchas cosas antes de llegar aquí, pero creo que fui escritor desde pequeño. Primero, buscaba argumento. Después, busqué estilo. Siempre creí que era ese algo inconcreto que diferencia a cada persona del resto; siempre creí que era mi don. Que sabía contar historias de una forma única, que nadie más sabía. La vida da vueltas, sube y baja, y la psique es la peor enemiga de uno mismo. Tú te hundes, o te sacas adelante. Y el as que me he guardado en la manga para todos mis puntos de inflexión ha sido escribir. Hiciera lo que hiciera, fuera como fuera el resto, era mi propio consuelo: pensar que, al menos, escribía bien. Incluso cuando un jurado opinaba que había personas que lo hacían mejor. Mejor, peor... pero nadie exactamente como yo.

Todo final es un principio. Después de haber pasado un año subido en el vagón de una montaña rusa, viendo acercarse el muro de cemento contra el que me iba a estrellar, decidí pararlo todo. Reinventarme. Salir adelante siendo otro, porque no podía seguir siendo quien era. Desde luego, el proceso no es fácil, y no hay cepillo de púas que termine de arrancar la pátina del pasado de la piel. Pero tampoco hay último paso sin dar el primero en algún momento.

Reinventarme. Y, para mí, escribir es reinvención. Porque, como un actor de teatro, puedo ser quien quiera cada día. Hoy es el principio de todos mis yoes: seré bueno, seré malo, seré asqueroso, seré delicado, seré un niño, seré un adolescente hormonado, seré un anciano senil, seré hombre, seré mujer, seré ambas cosas o nada, mi piel será de todos los colores y mis rasgos, de todas las razas. Escribiré sobre mí, sobre otros, sobre personas que ni siquiera existen, haré míos sus pensamientos, hablaré por bocas ajenas. La realidad y la ficción nunca estarán lo suficientemente delimitadas. Me moveré en la inquietante ambigüedad que siempre me ha caracterizado.

La única regla que seguiré será romper las reglas. Incluso las que yo mismo me imponga. Porque no dejo de ser una simple inicial por la que pueden comenzar demasiadas palabras.

· C · es lo único que no cambiará, porque fue marcado a golpe de navaja.

Todo final es un principio. Reinvención o muerte. Y el principio de la reinvención es hoy...