Llega un punto en el que toda persona debe decidir si cortarse las venas o dejárselas crecer. Llega un momento en que la vida aprieta y también ahoga. Es el momento de elegir qué puerta abrir y qué espejo cruzar, dejando atrás todas las opciones alternativas, cortando los cabos. Sí, nuestra historia se escribe a golpe de navaja...



domingo, 19 de junio de 2011

Rosa entre bastidores (I)

Ella era actriz de teatro. Era muchas cosas en realidad, era una chica apenas salida de la adolescencia en cuyos ojos brillaba una fuerza y una seguridad en sí misma que sólo podía haber adquirido sobre el escenario, era bohemia y apasionada, era el tipo de mujer que sólo parece admitir un tipo de hombre. El tipo de hombre que, desde luego, no era yo.



Nos conocimos, amarga paradoja, por equivocación. Por una equivocación mía. Nos habíamos presentado al mismo casting, nos habían dado papeles en el mismo rodaje. Para mí, actuar era una diversión, mi pasión oculta reprimida día a día entre las pilas de libros de Derecho Empresarial, Historia Financiera o Contabilidad General y Analítica que conformaban mi rutina, mi carrera, mi brillante futuro como economista. En el seno de una familia con escasos recursos y poco proclive a delirios escénicos, haber siquiera planteado la posibilidad de estudiar Arte Dramático habría sido tan escandalosamente inútil como pretender legalizar oficiosamente la masturbación en un seminario. Así que me conformaba con imaginar. Un día, sin embargo, se me ofreció la oportunidad: un mediometraje, práctica final de carrera de los estudiantes de Comunicación Audiovisual. Se convocaba el casting para buscar actores. Me tomé una copa antes de presentarme, y, según la crítica del equipo artístico, lo hice jodidamente bien. Estaba en el rodaje, y tenía el papel protagonista y un guión brillante. Aunque tuviera que hacerlo furtivamente, a costa de perder mis propias clases.

Era el primer día de rodaje. Llegué a la facultad de Comunicación Audiovisual, avancé por un pasillo desierto en busca del plató según las inidicaciones que me habían sido dadas. De repente, ella estaba allí. Ella era más joven que yo, saltaba a la vista. Dieciocho años y la Lolita de Nabokov como el primer personaje a recordar al verla. Rasgos perfectos, aniñados pero agresivos; la incalificablemente seductora mezcla de inocencia y sensualidad. Un cuerpo de muñequita de porcelana bajo el que se adivinaba latir una fuerza rabiosa. Se estaba cambiando de ropa, con una naturalidad que hacía impensable la palabra "impúdica", en medio del pasillo. Su vestuario en la obra era ceñido y escaso. A modo de saludo, jugué a acertar, con una sonrisa pretendidamente interesante, cuál de todos los papeles del guión era el suyo. Me equivoqué. Nos conocimos, amarga paradoja, por equivocación.

Durante la semana que pasamos conviviendo en aquel plató claustrofóbico, yo fui actor, y lo conseguí. Línea a línea, gesto a gesto, mi intepretación protagonista de un déspota cínico y ambicioso crecía, tomaba impulso y se dejaba llevar. Me metía en mi alter ego, pensaba como él, era él, sacaba adelante mis intervenciones en la primera toma, y la rumorología que siempre infecta cualquier equipo numeroso de personas encerradas entre cuatro paredes me hacía llegar que los realizadores estaban muy orgullosos de mi trabajo. Mi carta era saber aprovechar un papel de lucimiento. Pero la de ella era, simplemente, saber actuar. Ella era actriz de teatro, por encima de cualquier otra cosa. Mis inspirados palos de ciego accionaban los resortes del éxito, pero ella ya los tenía accionados de antemano, porque ella en sí era la clave, porque sabía hablar y moverse e impartir una lección de interpretación con cada gesto, cada mirada, cada palabra.

En algún descanso, durante algún cigarrillo colectivo, ella elogió pública y directamente mi trabajo. "Lo haces genial, en serio, le estás encantando a todo el mundo". Yo fui incapaz de decir nada. Cualquier piropo torpe al que yo hubiera podido dar forma sonaba ridículo ante esa sinceridad y transparencia que revelaban la inexistencia de cualquier sentimiento más allá de la mutua admiración artística... por desgracia para mí.

Una tarde gélida, al final del rodaje, la invité a un cigarrillo. Mientras nos cambiábamos de ropa en cualquier parte, escuché cómo se quejaba en voz alta de su falta y necesidad de tabaco. Bromeaba sobre lo dura que era la vida para alguien que no llevaba encima ni cigarrillos ni dinero a punto de salir corriendo hacia la Escuela de Teatro, y sus protestas eran hipnóticamente encantadoras, y su sonrisa indulgente tenía algo de dulce veneno... Pensé que todos los hombres de la habitación éramos condenadamente idiotas cuando nos ofrecimos a la vez a aprovisionarla de cigarros, a comprarle paquetes o traerle una jodida planta de cualquier república centroamericana para que pudiera recolectar tabaco en su propio jardín si ese era su deseo. Y, como en la más romántica novela del siglo XIX, el destino jugó a mi favor: yo era el único que podía marcharse ya del rodaje, como ella, y reafirmé mi candidatura inventando que tenía cosas que hacer cerca de su Escuela de Teatro. La invité al cigarrillo. Apenas habíamos empezado a fumar, apareció un chico, ligeramente más alto que yo, con rastas en el pelo y pantalones de rayas. Ella pegó un salto hacia sus brazos, reían, hablaban... Yo fumaba en silencio, a su lado. El rastafari tenía coche. No hacía falta, pues, que yo la acompañase hasta la Escuela de Teatro. Me quedé en la puerta, con las manos heladas, tiritando mientras los veía alejarse...


El rodaje terminó. Nos despedimos con dos fuertes besos. El equipo artístico prometió reunirnos para celebrar una première. Salí del plató, tras rodar mi última escena, entre los aplausos de todos. El protagonista había cumplido su misión.

No supe de ella durante meses. Ni siquiera un encuentro casual. Yo seguía su vida por redes sociales, sin atreverme nunca a escribir unas palabras tontas. Las semanas pasaban, la vida seguía. Ella vivía en el cajón de los recuerdos platónicos no consumados. Hasta que, por fin, fuimos convocados para la gran fiesta del estreno...

Puede que la culpa de todo fuera del alcohol. Aquella noche, bebimos de más. Por entonces, mi pareja circunstancial era una chica guapa, más provocadora que provocativa, mala y con novio. Pero carecía de la fuerza de ella. Esa noche, en el piso de estudiantes donde bebíamos sin moderación ninguna, mientras mi amante bromeaba y coqueteaba y se ganaba a todos los componentes del equipo artístico que se habían reunido allí, yo sonreía ausente y miraba el reloj nervioso, esperando que sonara el timbre, esperando verla aparecer. Llegó tarde, alegre, desenfadada, se descalzó sin pedir la aprobación de nadie, se tumbó en el sofá con las piernas en alto, se encendió un cigarrillo y, apartando su larga melena de la cara con un gesto, sonrió. Y de repente, todos volvíamos a estar pendientes de ella, de lo que hacía, de lo que decía; mi amante pasó a un segundo plano. Ella era capaz de neutralizarlo todo. Ella llenaba el plató, llenaba el escenario, llenaba el piso. Porque ella, ante todo, era actriz; y una actriz sabe hacer esas cosas.

Puede que la culpa de todo fuera del alcohol. Bebíamos, hablábamos, los temas correctos dieron paso a los incorrectos, al habitual rosario de confiencias, intimidades y exaltación de la amistad que acompaña a las intoxicaciones etílicas. Yo la devoraba con los ojos. Mi amante empezaba a revolverse, nerviosa, inquieta sin saber exactamente por qué. Abandonamos el edificio llevándonos un par de botellas con nosotros, gritando a los vecinos, puede que hasta destrozando mobiliario urbano; deplorable imagen de la juventud borracha. Nos perdíamos y reencontrábamos. Yo no la perdía a ella de vista, y fumaba en silencio mientras la veía alternar con unos y otros, hablar de actores y directores locales, referirse a fiestas y eventos del mundillo, sonreír a unos, sonreír a otros. Cada vez faltaba menos para que rayase el alba...

La culpa, finalmente, fue del alcohol. Nuestros ojos despedían chispas ebrias cuando mi mirada se cruzó con la de ella en un bar abarrotado y agobiante. Otra vez ese gesto, mientras se apartaba la melena de la cara. Miré de reojo. Desenfocada, veía a mi amante pidiéndose una copa en la barra con uno de los actores secundarios, charlando animadamente. Volví a mirarla a ella, y de repente estaba más cerca. Una discreta oleada de su perfume, ni muy caro ni muy barato, combinada con tabaco. Una mirada tan turbia como la mía. Sus labios acercándose a mi oreja, y diciéndome sin artificios pero sin opción a resistirse: "Es una pena tener que pedirse una copa teniendo yo una botella en el bolso y el bar un baño...". No había un sentido oculto detrás de sus palabras; ella simplemente quería encerrarse conmigo en el baño para beber sin pagar. Pero me lo estaba diciendo ella. Y, por definición, no podía negarme. La música trance martilleaba mi inconsciente conciencia, empujándonos con sus bajos progresivos escaleras arriba, hasta vernos cara a cara, encerrados en el aseo de mujeres. Hablamos. Hablamos mucho. Bebimos. Fumamos. Hablábamos, y sus ojos...

"No eres para nada como pensaba", susurró ella. La luz del baño volvió a apagarse. La música hacía retumbar la puerta. Encendí la luz. Habíamos llenado el servicio de humo. Sus ojos brillaban al otro lado de las volutas grisáceas. Nuestras piernas se enredaban sobre el retrete. "Pensaba que eras como tu personaje, un tío súper serio...". Suspiró. "... Un chulo prepotente", murmuró entre dientes, y supe que ni siquiera estaba hablando de mí. Le levanté la cabeza. Ella me sostuvo la mirada. "Dame un beso", le dije. Acerqué mi boca, noté sus labios, y de repente su lengua y la mía se aparearon, se fundieron a humedad cálida, mientras mis brazos empotraban su cuerpo contra la pared y mi boca mordía la suya, cada vez más fuerte, cada vez más adentro...



No volvimos a vernos.

Salimos de aquel cuarto de baño una hora después de haber entrado. El bar ya estaba cerrado. Los amigos de ella la reclamaban. Mi amante me había escrito varios mensajes insultándome, despechada. No entendíamos muy bien lo que había pasado... al menos, yo. Bajamos las escaleras del baño en silencio. A la salida del bar, la multitud, sus amigos y mis conocidos hicieron el resto. La perdí sin apenas poder despedirme de ella.

No volvimos a vernos. Le escribí un mensaje corto e intrascendente al que no respondió. No me atreví a volver a intentarlo. Porque ella era actriz de teatro. El tipo de mujer que sólo admite un tipo de hombres. Y estaba claro... estaba claro que ese tipo no era yo.

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